En otras ocasiones hemos narrado cómo excelentes comisarios e inspectores de policía, una vez jubilados y casi convertidos en leyendas, crearon sus propios despachos de detectives privados. Ramón Fernández Luna en España, Evaristo Meneses en Argentina o los Big Four ingleses son algunos de los ejemplos. Hoy traemos otro a la palestra: Valente Quintana, quien fuera conocido como el Sherlock Holmes mexicano.
Nació en 1890 en Matamoros, municipio perteneciente al estado de Tamaulipas, pero tras finalizar los estudios de primaria tuvo que mudarse junto a su familia a Brownsville, Texas, Estados Unidos. Una de sus tempranas demostraciones de ingenio pudo constatarse al hallar las pruebas que lo exculpaban de un robo en la tienda de ultramarinos en la que trabajaba. Cursó sus estudios en la Detectives School of America con el objetivo de trabajar en el Servicio Americano de Investigaciones. Demostró méritos suficientes y gracias a su inteligencia y colmillo investigador, y pese a su juventud, le ofrecieron el puesto de comandante; no obstante, lo rechazó, ya que era requisito renunciar a la nacionalidad mexicana.
Regresó a México en 1917, con 27 años, y solicitó empleo en la Inspección General de Policía, comenzando como gendarme y destacando desde el principio. Muestra de ello es un episodio que tiene su contexto en el tiempo de los primeros robos de automóviles en la Ciudad de México. Uno de los afectados le contrató para que localizara a los culpables, objetivo que logró dejando un coche con un rastro de pintura que lo llevó hasta la casa de los ladrones.
Cuatro años después de su ingreso en la Policía mexicana se hizo famoso al detener a los autores del atraco al tren de Laredo, que tuvo gran repercusión mediática por lo que portaba en su interior (cien mil pesos en oro y en plata) y por la gran violencia con que se había cometido, ya que los criminales mataron a ocho soldados y a dos civiles. Resolver el caso le valió el ascenso a la jefatura de las Comisiones de Seguridad de la Inspección General de Policía del Distrito Federal. Otro de sus hitos policiales fue lograr detener a J. L. Armfield, un banquero norteamericano prófugo en México, culpable de un fraude por 300 mil dólares.
Todas estas proezas le valieron el apodo de “El Sherlock Holmes mexicano”, como comenzaron a llamarlo sus colegas estadounidenses un año después de su primer gran triunfo.
En 1926 fundó su despacho de investigación privada. Entre sus primeros casos cabe mencionar la captura de Clara Phillips, fugitiva norteamericana que había matado a su esposo a base de martillazos. Otro hito de estos años que se le atribuye fue resolver el caso del asesinato del político Álvaro Obregón en 1928, que iba a ser reelegido presidente, atrapando en consecuencia al culpable, José de León Toral.
Pero no siempre salía triunfante. Una de las anécdotas más curiosas de su biografía corresponde al caso de Carlos Balmori. Al coincidir en una reunión, el excéntrico millonario le confesó al investigador que una mujer vestida de hombre le robaba cantidades escandalosas de dinero cada noche en una de sus fábricas mexicanas. Le advirtió con total certeza que esa mujer se encontraba en ese mismo salón donde conversaban y le prometió convertirlo en un hombre rico si desenmascaraba a aquella delincuente. El detective analizó con detalle y se entrevistó con cada uno de los invitados, pero no encontró a la mujer disfrazada. Concluía la velada cuando Quintana reconoció su derrota y Balmori, como respuesta, se despojó del sombrero, de la gabardina y del bigote: se trataba en realidad de Jurado Balmori. Quintana quedó desconcertado al ver a una viejecita que, muerta de risa, le anunciaba que era un balmoreado más.
En las cantinas de aquellos años era habitual escuchar frases como “si Quintana fuera jefe no sucederían cosas así” cuando se referían al incremento de la criminalidad. En 1929 se cumplió el deseo popular y fue nombrado inspector general de Policía del Distrito Federal. Una vez jubilado regresó al Bufete Nacional de Investigaciones Valente Quintana, con oficinas en la Avenida San Juan de Letrán, junto a Fabián Villar Vega como subdirector. Realizaban investigaciones civiles y penales, solvencias bancarias e industriales, localizaciones nacionales e internacionales y vigilancias comerciales y económicas. Eso sí, por ética profesional no aceptaban asuntos conyugales. Las malas experiencias con los maridos descubiertos le aconsejaban no realizar este tipo de investigaciones.
Abrió su propia escuela de detectives, como haría Ramón Julibert en España, donde enseñó sus técnicas de investigación. Continuó trabajando en su despacho hasta su muerte en 1968, manteniendo hasta el final de su vida una gran fama de ser muy afectuoso y caballero con sus enemigos.