El número de Documento Nacional de Identidad (DNI) hace que cada español o residente en España sea único, y no solo eso: ayuda a tener la completa seguridad de que estamos ante la persona adecuada, así como a descartarla en caso de no estarlo. No es poco, pues conviene recordar que en España existen composiciones de nombres y apellidos que son unívocos (sucede cuando únicamente una persona posee esa composición) y, de la misma manera, también nombres y apellidos comunes (por ejemplo, Jose García García), por lo que resulta muy útil disponer del número correcto de identificación para evitar así gastos innecesarios en gestiones en organismos oficiales como las consultas al Registro de la Propiedad.
El número de DNI, además, puede ayudar a descartar un falso positivo en caso de alerta por tratarse de un posible PEP (Persona Políticamente Expuesta) o PRP (Persona con Responsabilidad Pública).
Tenemos constancia de la existencia de documentos oficiales vinculados a una persona física desde 1741. En las primeras ediciones no aparecía ninguna fotografía, por lo que únicamente incluían una descripción física de su titular. Figuraba en ellos el precio pagado por el portador y, en ocasiones, autorizaban a su titular a transitar por el interior del territorio español. Pero estos documentos primigenios tenían, sobre todo, carácter fiscal; esto es, no entrañaban tanto un afán de identificación como recaudatorio, ya que la población contaba con una escasa movilidad y habitaba en su gran mayoría en zonas rurales, por lo que la gran mayoría de la gente incluso se conocía.
En sus inicios las señas personales se dividían en dos grupos: las generales, normalmente mencionadas en el documento (edad, estatura, pelo, color de piel; descripciones de las cejas, ojos, nariz, boca, barba…); y las particulares, tales como cicatrices, amputaciones, bizquera, tartamudez, etcétera, que debían reseñarse si las hubiese. Si no era el caso o no habían sido anotadas (ambas cosas muy habituales), se convertían en un auxilio de escasa o nula efectividad.
Cabe señalar que, con más de un 75% de población analfabeta, la firma era uno de los apartados a los que menos importancia se le otorgaba.

Colección Óscar Rosa
Pasaporte interior (1741-1854)
Encontramos una primera referencia en el Boletín Oficial del Estado del 18 de mayo de 1836. Era de carácter obligatorio para viajes cortos, y si la persona en cuestión no lo presentaba ante las autoridades en caso de requerirlo se exponía a una multa de dos ducados, pues su falta podía infundir sospechas.
Asimismo, aquellas personas que no se presentaran con anticipación en las oficinas de Policía para proveerse de la licencia correspondiente a su actividad laboral eran sancionadas con el pago del doble valor de la licencia y, para más inri, se les prohibía ejercer dicha actividad por el término de un año.
Las cédulas de vecindad (1854-1870)
En el artículo 1º del Real Decreto del Ministerio de la Gobernación de 24 de septiembre de 1842 se establecía la supresión de los pasaportes y demás documentos para transitar por el territorio español a partir del 1 de mayo de ese mismo año y, en consecuencia, la creación en sustitución de las “cédulas de vecindad”.

Más adelante, por la Real Orden de 1º de abril de 1854, se establecieron cuatro clases de cédulas de vecindad en función de las características del vecino. En cada una debía figurar el nombre y apellidos paterno y materno del interesado, su estado civil, profesión, ocupación o empleo, calle, casa y cuarto en que viviese, o la denominación de la vivienda si vivía en una alquería o caserío, y, por último, el distrito o provincia a la que pertenecía. El alcalde o comisario las autorizaba con su firma y sello, y en ellas también se recogía la firma del cabeza de familia, tanto en la suya propia como en las de las demás personas que estuvieran bajo su dependencia. Para su cumplimentación se utilizaba un modelo impreso. Los alcaldes o comisarios registraban las cédulas de vecindad con arreglo a un modelo que se publicó junto con esa Real Orden, en concreto en su artículo 13.